Ya se lo aviso su madre. “Hija, si te casas con ese hombre sufrirás mucho, debes entender que pertenecéis a mundos diferentes, tu eres y siempre serás una chica de pueblo y él un hombre de ciudad”. Pero Mariana era joven e inexperta y tenía muchas ganas de formar su propia familia. La primera vez que le vio, fue una mañana de primavera paseando por la playa, estaba algo nublado por lo que apenas había gente, entonces hizó una aparicion emergiendo del mar como un semidiós, su cabello rubio era una maraña perfecta de hilos dorados, su torso parecía dibujado y sus maravillosos ojos azules se confundían con las olas del mar. Cuando se giro para mirarla supo desde ese instante que él sería el padre de sus hijos
Cuanto tiempo había pasado desde aquello, pensaba Mariana desde la pequeña terraza de su casa en el Pantano do Sul, un pequeño pueblo pesquero de la costa de Brasil.
George; su marido, había cumplido con su palabra. Llevaban casados 30 años y era la mujer más feliz del planeta, lo tenía todo, salvo su compañía. Debido a su trabajo se pasaba la mitad de la vida viajando y la otra mitad planificando el siguiente viaje. Era abogado en Massachusetts, uno de los mejores para ser más claros y esa labor le impedía pasar más tiempo en su hogar. Además, esa fue la única condición que la puso el día de su boda. “Cariño, estableceremos nuestra casa en el pueblo, pero yo he de hacer viajes constantemente ya sabes como es mi trabajo y por nada del mundo lo voy a dejar, espero que lo comprendas”. Por lo que, si quería estar con él, no le quedaba otro remedio que aceptarlo y así había sido durante 25 años. Un marido de idas y venidas.
Hasta que en uno de sus viajes la hizo el regalo más maravilloso que un hombre le puede dar a una mujer, su hija Eva que ahora tenía 18 años.
Eva se crio a las faldas de su madre, rodeada de montañas y del aire más puro y limpio que solo se pude encontrar en un lugar como ese. Lo que más le gustaba en el mundo, era dar largos paseos con su madre por la playa cogidas de la mano mientras se contaban historias de amor y aventuras, todo era felicidad pero el tiempo había pasado muy deprisa y su niña que ya era una preciosa adolescente que algún día se marcharía de su lado para hacer su vida.
Mariana no quería pensar en eso, así que se centro en realizar las labores de casa. Además aun quedaba mucho tiempo para que Eva abandonara el hogar.
—Mami, ¿sabes a qué hora llegará papa? —Pregunto Eva curiosa.
—No hija. —Respondió. —Imagino que vendrá como siempre alrededor de las 18.00 horas. ¿Por qué lo preguntas?
—Pues… porque me ha dicho que no me mueva de casa, que tiene una sorpresa importante para mí, uff mami estoy de los nervios. —Argumentó la adolescente mientras sujetaba la cintura de su madre para propinarla un sonoro beso en la mejilla.
— ¿Ah sí?— Contestó Mariana sorprendida. —Pues a mi tu padre no me ha dicho nada… que extraño.
De pronto el sonido de la cerradura abriéndose anuncio que la incógnita que flotaba en el ambiente estaba a punto de desvelarse.
— ¡Papa! —exclamo Eva visiblemente emocionada mientras Mariana seguía sus pasos secándose las manos con un paño de cocina.
—Hola princesa. —Contesto él abrazándola con fuerza. Después se dirigió hacia Mariana y la beso dulcemente en los labios. — ¿Que tal están mis dos amores?
—Bien papa, muy bien. Pero anda, dime qué es eso tan importante que me tienes que contar no te hagas más de rogar. —Suplicó Eva nerviosa.
—Está bien, está bien señorita. Para su información, he de comunicarle que ha sido usted seleccionada para entrar en una de las universidades más importantes del país así que prepare su maleta porque en dos días nos vamos a Harvard.
El rostro de las dos mujeres cambio por completo para convertirse en una única figura de tragicomedia. Eva estaba exultante, reía y saltaba con ansiedad abrazando simultáneamente a sus progenitores, mientras su madre permanecía con los brazos colgados a ambos lados del cuerpo como si de una muñeca de trapo se tratara. Solo cuando su hija la miró a los ojos y la gritó “A que es fantástico mama”. Ella asintió y sonrió con desgana.
Apenas tuvo tiempo de despedirse de su pequeña, tenía el corazón en un puño y traba de averiguar cuál sería la forma de no echarla de menos. Mientras veía como se alejaba en el coche, sentía una mezcla de pena y dolor, un dolor tan desgarrador que le llevaba a pensar que su marido pretendía hacerla daño. ¿Por qué? ¿Por qué la alejaba de ella si era lo único que le quedaba? Mariana trataba de razonar y entender que esa era una gran oportunidad para su hija, pero al menos pasarían cuatro años antes de volver a verla, la economía familiar no podría sostener tantos viajes y el poco tiempo que tendría Eva entre los estudios y la hamburguesería donde tendría que trabajar para costearse los gastos principales no facilitarían su regreso a casa.
Así que Mariana trago saliva y decidió que no sufriría más de lo necesario.
Los días, meses y años se fueron sucediendo. Mariana se acostaba cada día sobre la cama de su hija tratando de rememorar su aroma, ese olor tan particular a fresas que la caracterizaba. Después como cada día elegía una de las fotos que Eva tenía dispuestas en la mesilla de su habitación y se dirigía a la playa donde pasaba largas horas y hablaba consigo misma en una charla sin sentido.
Cada vez que su marido entraba por la puerta, el corazón le daba un vuelco esperando ver tras él la hermosa cara de su hija pero eso jamás ocurría, entre tanto, hacia ver lo feliz que era mientras por dentro se moría poco a poco.
Hasta que una fría tarde de invierno. La puerta del domicilio se abrió, aquel día, Mariana se encontraba tejiendo un gorro de lana para enviárselo a Eva. Según le había comentado a través de su padre era la última moda en la universidad y ella quería sorprenderla enviándole uno. Lo primero que percibió fue un agradable aroma a fresas. No había duda, se trataba de su pequeña, su adorada hija.
—Mama. —Escuchó tras de si.
Mariana tuvo miedo de girarse, pensando que su imaginación la quería jugar otra mala pasada, una de tantas, pero al escuchar de nuevo la voz de su hija, se dio la vuelta temblorosa. Ahí estaba, su preciosa Eva tan mayor y a la vez tan niña.
Dos enormes lágrimas que habían sido contenidas durante mucho tiempo resbalaron por su rostro mientras sus pasos se dirigían hacia la muchacha.
—Amor mío, estas aquí. —Dijo Mariana fundiéndose en un abrazo con su hija.
—Si mama, aquí estoy contigo Te he extrañado tanto. —Contestó ella.
Mariana se aparto un segundo de la chica. — ¿Y papa? ¿No viene contigo?—Pregunto curiosa.
—Si mama tiene que estar a punto de llegar, ha ido al restaurante que tanto te gusta para traer cena, tenemos muchas cosas que celebrar. Ya no me iré jamás, he terminado la carrera y mi intención es montar mi propio despacho aquí en el pueblo cerca de ti. ¿Estas contenta mama?
—Si cielo claro que lo estoy, es que aún no me lo creo. Venga, vamos deja las cosas y ayúdame a preparar la mesa.
— ¿Estás bien mama? Te siento rara—. Aludió Eva con preocupación.
—Por supuesto que estoy bien cariño. ¿Por qué no lo iba a estar? Es solo que no me lo esperaba.
George sonrió al cerrar la puerta del coche imaginando la cara que habría puesto su esposa al ver entrar a Eva. Era una noche perfecta y había tantas cosas que celebrar. Por fin la familia estaría reunida, lo que aún no sabía ninguna de las dos, es que el también había tomado una decisión, ayudaría a su hija en el despacho por lo que no habría más viajes ni despedidas.
Abrió la puerta y recorrió el escaso metro que separaba la entrada del salón, al cruzar el umbral sintió un golpe seco a la altura del estomago y comenzó a notar como algo caliente recorría su vientre. De pronto sus piernas comenzaron a perder fuerza. Como pudo se dirigió hacia la mesa del comedor para apoyarse mientras sus manos dejaron caer la bolsa de la cena que se derramo sobre la alfombra. Se notaba húmedo y se llevo las manos hacia el origen del dolor, al observarse comprobó que su camisa estaba teñida de sangre, con la vista nublada miro hacia el frente.
Mariana estaba ahí junto a él, sonriendo. Sosteniendo un cuchillo en su mano derecha, en la otra un gorro de lana goteaba un liquido viscoso que se mezclaba con la salsa de ternera de la cena sorpresa. George cayó de rodillas sintiendo como perdía la vida, pero antes de morir quería saber por qué, necesitaba saber por qué. Entonces la vio, al otro lado de la mesa y sobre un charco de sangre se encontraba el cuerpo inerte de su hija, con los ojos aún abiertos en un gesto de incredulidad y terror. Su madre, su propia madre, que la dio la vida se la había quitado en un terrible acto de maldad.
Mariana se acerco lentamente hacia él y se arrodillo a su lado mientras le miraba con los ojos llenos de una extraña ternura.
— ¿Por qué? —Preguntó George antes de cerrar los suyos para siempre.
—Porque aprendí a echaros de menos. —Contesto ella.
Kiara
29/08/2014 20:37h
Madre mía cada día m sorprendo mas de estas historias que me dejan sin palabras me encantan no dejes de escribir nunca